Coetzee, La edad de hierro
J.M. Coetzee, La edad de hierro

Cuando estoy de este humor, soy capaz de poner una mano sobre la tabla de cortar el pan y cortármela sin vacilar. ¿Qué me importa este cuerpo que me ha traicionado? Me miro la mano y no veo más que una herramienta, un garfio, una cosa que sirve para coger otras cosas. Y estas piernas, estos zancos feos y torpes: ¿por qué tengo que llevarlos conmigo a todas partes? ¿Por qué tengo que llevármelos a la cama todas las noches y meterlos bajo las sábanas, y meter los brazos también, junto a la cara, y quedarme ahí sin poder dormir en medio de ese enredo? Y también el abdomen, con su borboteo mortecino, y el corazón que late y late: ¿por qué? ¿Qué tienen que ver conmigo?
Enfermamos antes de morir para poder destetarnos de nuestro cuerpo. La leche que nos nutría se vuelve aguada y se amarga. Nos separamos del pecho y nos ponemos a esperar con impaciencia una vida autónoma. Sin embargo, esta primera vida, esta vida en la tierra, en el cuerpo de la tierra: ¿hay otra mejor, puede haberla? Pese a toda la tristeza, la desesperación y la cólera, no he dejado de amarla.
Coetzee, J.M. (2014). La edad de hierro. Debolsillo.

