CC. Material Extra. Hudson, Días de ocio en la Patagonia


William Henry Hudson, Días de ocio en la Patagonia

Pasé la mayor parte del invierno en cierto lugar de Río Negro, ubicado a 100 o 130 km del mar, donde el valle tiene más de 9000 metros de ancho. Sólo el valle era habitable, pues allí existía agua para el hombre y los animales y la tierra producía pastos y granos. […] Yo acostumbraba a salir todas las mañanas a caballo, llevando la escopeta, seguido de un perro, y me alejaba al galope del valle. En cuanto llegaba lo alto me internaba en la espesura gris, y allí me sentía tan solo y alejado de toda mirada humana que me parecía estar a 1000 kilómetros del río y el verde valle escondido, en lugar de apenas diez. Ese desierto salvaje, solitario y remoto se extendía hasta el infinito, nunca hollado por el hombre [...] Si allí hubiera caído y muerto, los pájaros habrían devorado mi cuerpo y mis huesos se hubieran blanqueado por acción del sol y el aire, de modo que nadie habría hallado mis restos, olvidando todos que alguien salió a caballo una mañana y nunca regresó. [...]

Volví allí, no una, ni dos, ni tres veces, sino día tras día. Visitaba ese lugar como si asistiera a una fiesta y sólo lo abandonaba cuando el hambre, la sed y el sol me obligaban a ello. En realidad, no tenía ningún motivo para ir, ninguna razón explicable. […]

En casi todos los casos, exceptuando aquellos en que se ha enfrentado un peligro o se ha sentido una gran ira, el retorno de la mente al estado instintivo o primitivo se ve acompañado por un sentimiento de júbilo, que en los muy jóvenes se traduce en un regocijo intenso, haciéndolos enloquecer de alegría, como animales recién escapados del cautiverio. Y por una razón similar, la vida civilizada nos reprime en forma continua, aunque puedan no parecer así, hasta que, al entrever el salvajismo de la naturaleza o al tomarle el gusto a la aventura, un incidente cualquiera nos hace sentir bruscamente su insipidez. Y en ese estado de ánimo juzgamos que, al separarnos de la naturaleza, es más interesante lo que perdemos que las ventajas de que gozamos.
Era un júbilo de ese tipo el que yo experimentaba en el desierto patagónico: el sentimiento de volver a un estado mental que hemos sobrepasado; porque, indudablemente, yo había retrocedido. Y ese estado de vigilancia, de alerta en el que se suspenden las más altas facultades intelectuales, representaba la condición mental del verdadero salvaje. Éste piensa poco, razona escasamente, siendo su instinto un guía seguro. Está en armonía perfecta con la naturaleza e intelectualmente al mismo nivel que las bestias que caza, las que, a su turno, lo hacen a él objeto de su persecución. Si las llanuras de la Patagonia afectan a una persona de esta manera o aún mucho menos que a mí, no es raro que se graben en la mente con tal nitidez y que permanezcan frescas en la memoria, volviendo a ellas con frecuencia, mientras, sin embargo, otras escenas tal vez tan hermosas, se van borrando gradualmente hasta que se olvidan. [...]

Y nosotros mismos somos los sepulcros vivientes de un pasado muerto, el pasado que fue nuestro durante tantos miles de años, antes de que empezara la vida del presente; sus viejos huesos están adormecidos en nosotros, muertos, aunque no inertes ni sordos para las voces de la naturaleza; el chisporroteo de las llamas, el rugir de la catarata, el estruendo de las olas al romper sobre la costa, el ruido de la lluvia y el murmullo del viento entre las hojas traen el recuerdo de los viejos tiempos;  y entonces los huesos se regocijan y danzan en su sepulcro [...]

Es cierto que hemos sabido adaptarnos; hemos creado y vivimos en una especie de armonía con las nuevas circunstancias, diferentes en extremo de aquellas para las cuales vinimos al mundo originariamente; pero la antigua armonía era mucho más perfecta que la actual y, de haber en nosotros una memoria histórica, no sería raro que los momentos más dulces de nuestra existencia, sea feliz o desgraciada, fueran aquellos en que la naturaleza nos atrae hacia ella y, tomando su olvidado instrumento, toca una vieja melodía que hace muchos siglos no se escuchaba en la tierra. [...]

Creo que podríamos aprender mirando más allá de las costumbres arraigadas para ir a lo más profundo del ser; y así, por ejemplo, el nuevo estado de ánimo que experimenté en la Patagonia, que acabo de describir, permite responder a una pregunta que se hace a menudo respecto de los hombres que viven en estado natural. Cuando consideramos que nuestra inteligencia, al contrario de la de los animales inferiores, aumenta progresivamente, nos parece sorprendente que existan tribus y comunidades de hombres “que se contentan con vivir” en un estado de barbarie durante siglos y hasta miles de años, sustentándose de lo que consiguen cada día, expuestos a excesos de temperaturas y sufriendo hambre con frecuencia, aún en medio de la mayor fertilidad, cuando un poco de previsión -”la más pequeña porción de inteligencia que posee el ser más bajo del género humano”- hubiera bastado para mejorar enormemente su destino. Si en su vida natural y salvaje, su estado normal fuera igual al que sentí temporariamente, ya no me parecería raro que no se preocuparan del mañana, que se quedaran estacionados y se diferenciaran apenas de otros mamíferos, siendo su superioridad a este respecto suficiente para compensar sus desventajas físicas.
Ese estado instintivo de la mente humana, en el que parecen no existir la facultades superiores, ese estado de intensa vigilancia que obliga al hombre a estar alerta, a escuchar y andar silencioso y furtivamente, debe ser como el de los animales inferiores: el cerebro funciona como un espejo en el que se refleja toda la naturaleza visible, cada montaña, árbol, hoja, con maravillosa nitidez. Podríamos suponer que si al animal le fuera posible razonar, el pensamiento le resultaría un obstáculo que oscurecería esa percepción clara de la que depende su seguridad. Ésta es una parte de la lección que aprendí en la soledad patagónica. La segunda, más amplia, deberá ser muy abreviada, pues puede conducirnos a otros puntos, algunos de los cuales serían considerados “más curiosos que edificantes”. Ese fondo oculto y ardiente está más cerca de nosotros de lo que creemos comúnmente, y hasta nos comunica cierto calor. Esto es, sin duda, motivo de disgusto y hasta de pena para quienes se impacientan por la lentitud inconsciente de la naturaleza, y quieren independizarse totalmente de esa energía para vivir sobre una corteza fresca y convertirse con rapidez en ángeles. Pero las cosas son como son, y tal vez sea mejor quedarse tranquilo por un tiempo, un poco por debajo de los ángeles: no estamos en posición de desechar nuestras cualidades no angelicales, aún en esta compleja civilización que aparenta colocarnos tan eficazmente “a salvo del peligro”.

Hudson, W.H. (2007). Días de ocio en la Patagonia. Diario de un naturalista (1893). Continente.

Hudson (age 27)

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