CC. Material Extra. Calvino, El caballero inexistente


Italo Calvino, El caballero inexistente

IV

Todavía era confuso el estado de las cosas del mundo, en la Edad en que esta Historia se desarrolla. No era raro topar con nombres y pensamientos y formas e instituciones a los que no correspondía nada existente. Y por otra parte por el mundo pululaban objetos y facultades y personas que no tenían nombre ni distinción de lo demás. Era una época en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar la huella, de oponerse a todo lo existente, no era usada enteramente, dado que a muchos no les importaba lo más mínimo—por miseria o ignorancia o porque en cambio todo les salía bien lo mismo—, y por tanto una cierta cantidad se perdía en el vacío. Entonces también podía darse el caso de que en un momento determinado esta voluntad y conciencia de sí mismo, tan diluida, se condensase, formase grumo, como el imperceptible polvillo acuoso se condensa en copos de nubes, y que esta maraña, por casualidad o por instinto, tropezara con un nombre y un linaje, vacantes, como entonces existían a menudo, con un grado en el escalafón militar, con un conjunto de ocupaciones que desplegar y de reglas establecidas; y—sobre todo— con una armadura vacía, porque sin ella, con los tiempos que corrían, incluso un hombre que existe se arriesgaba a desaparecer, conque figurémonos uno que no existe... Así había empezado a guerrear Agilulfo en los Guildivernos y a procurarse gloria.

III (Gurdulú)

—¿Es el guardián de los patos, ése?—preguntaron los guerreros a una campesina que se acercaba con una caña en la mano.
—No, los patos los guardo yo, son míos, él no tiene nada que ver, es Gurdulú...—dijo aquella campesina.
—¿Y qué hacía con tus patos?
—Oh, nada, de vez en cuando le da por ahí, los ve, se equivoca, cree ser...
—¿Cree ser un pato?
—Cree ser los patos... Ya sabéis cómo es Gurdulú: no se fija...
—Pero ¿dónde se ha metido ahora?
Los paladines se acercaron a la charca. A Gurdulú no se lo veía. Los patos, una vez atravesado el espejo de agua, habían reemprendido el camino entre la hierba con sus pasos palmeados. En torno al estanque, de los helechos, se alzaba un coro de ranas. El hombre sacó la cabeza del agua repentinamente, como si se hubiera acordado en ese momento de que debía respirar. Se miró asustado, como sin comprender qué era aquella franja de helechos que se reflejaba en el agua a un palmo de sus narices. En cada hoja de helecho estaba sentado un pequeño animal verde, muy liso, que lo miraba y que hacía con todas sus fuerzas: «¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!»
—¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!—respondió Gurdulú, contento, y a su vez desde todos los helechos había un saltar de ranas al agua y desde el agua un saltar de ranas a la orilla, y Gurdulú gritando «¡Croac!» dio un salto también él, llegó hasta la orilla, empapado y fangoso de los pies a la cabeza, se puso en cuclillas como una rana, y prorrumpió en un «¡Croac!» tan fuerte que con una rotura de cañas y hierbas volvió a caer a la charca.
—¿Y no se ahoga?—preguntaron los paladines a un pescador.
—Oh, a veces Homobó se olvida, se pierde... Ahogarse no... Lo malo es cuando termina en la red con los peces... Un día le ocurrió cuando se puso a pescar... Echa al agua la red, ve un pez que está a punto de entrar, y se identifica tanto con aquel pez que se zambulle en el agua y entra él en la red... Ya sabéis cómo es, Homobó...
—¿Homobó? Pero ¿no se llama Gurdulú?
—Homobó lo llamamos nosotros.
—Pero aquella muchacha...
—Ah, ésa no es de mi pueblo, puede ser que en el suyo lo llamen así.
—Y él, ¿de qué pueblo es?
—Bueno, corre mundo…
La cabalgata flanqueaba un campo de perales. Los frutos estaban maduros. Con las lanzas los guerreros ensartaban peras, las hacían desaparecer por el pico de los yelmos, luego escupían las semillas. Y en fila en medio de los perales, ¿a quién ven? A Gurdulú-Homobó. Estaba con los brazos levantados, retorcidos como ramas, y en las manos y la boca y sobre la cabeza y en los desgarrones del vestido tenía peras.
—¡Mira cómo hace el peral!—decía Garlomagno, jovial.
—¡Ahora lo sacudo!—dijo Orlando, y le asestó un golpe. Gurdulú dejó caer las peras todas al mismo tiempo, que rodaron por el prado en declive, y al verlas rodar no pudo contenerse de rodar también él como una pera por los prados, hasta que lo perdieron de vista.
—¡Vuestra majestad lo perdone!—dijo un viejo hortelano—. Martinzul no entiende a veces que su sitio no está entre los árboles o entre los frutos inanimados, ¡sino entre los devotos súbditos de vuestra majestad!
—Pero ¿qué es lo que le ocurre a ese loco que vosotros llamáis Martinzul?—preguntó, afable, nuestro emperador—. ¡Me parece que ni siquiera sabe lo qué le pasa por la mollera!
—¿Y qué podemos saber nosotros, majestad?—el viejo hortelano hablaba con la modesta sabiduría de quien ha visto muchas cosas—. Loco quizá no se le pueda llamar: sólo es uno que existe, pero que no sabe que existe.

V (Gurdulú)

Gurdulú arrastra un muerto y piensa: «Te tiras unos pedos que apestan más que los míos, cadáver. No sé por qué todos te compadecen. ¿Qué te falta? Antes te movías, ahora tu movimiento pasa a los gusanos que alimentas. Crecían en ti uñas y cabellos: ahora verterás un alpechín que hará crecer más altas al sol las hierbas del prado. Te convertirás en hierba, luego en leche de las vacas que comerán la hierba, en sangre del niño que beberá la leche, y así sucesivamente. ¿Ves como estás más capacitado para vivir tú que yo, oh, cadáver?»

(Calvino, Italo. El caballero inexistente. Trad. Francesc Miravitlles. Barcelona: Bruguera. 1983.)

CALVINO, Italo

La antigua Biblos: El caballero inexistente - Italo Calvino


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